Boris Giltburg: un pianista de marca mayor
Por Jaime Torres Gómez
Recientemente se presentó el destacado pianista ruso-israelí Boris Giltburg, conocido en
Chile desde años.
Realizado en el Teatro Corpartes, espacio de excelente acústica y hoy en plena
utilización post pandemia, se aprovechó la presencia de Giltburg por Sud América,
recalando en Santiago con un programa de “generosa duración” y alta exigencia musical.
Ganador de los prestigiosos concursos “Paloma O´Shea” (España) y “Reina Elizabeth”
(Bélgica), la carrera de este pianista ha sido meteórica al presentarse en importantes salas
internacionales y como solista en grandes orquestas, además, colaborador permanente del
prestigioso sello Naxos, habiendo grabado un vasto repertorio. De sus actuaciones previas
en Chile, se recuerda su importante desempeño en el Concierto N° 2 de Saint-Saëns junto
a la Filarmónica de Santiago en el Teatro Municipal, asimismo, de completa solidez la
mayoría de los registros disponibles de sus actuaciones en vivo y grabaciones de estudio.
La presencia de Giltburg se suma a otros pianistas internacionalmente aclamados como
Peter Donohe junto a la Sinfónica Nacional a comienzo de año, Martina Filjak con la
Filarmónica, y el debut del extraordinario Danill Trifonov (inaugurando el nuevo piano del
Municipal de Santiago), más estupendas presentaciones de los pianistas nacionales Luis
Alberto Latorre, Danor Quinteros, Alfredo Perl, Gustavo Miranda y Liza Chung, entre
varios.
En la presentación de Corpartes, nuevamente Giltburg reafirmó su solvencia artística,
servida de una formidable técnica, acabada formación musical y en general buen criterio
en el abordaje de las obras. Y si bien el Steinway disponible no se apreció en buen estado
sonoro, considerando un histórico buen recuerdo del piano de Corpartes, en esta
oportunidad se percibió con un metálico timbre, condicionando, en parte, la audición del
programa, no obstante el excelente desempeño del pianista visitante.
Abrió con la Sonata N° 14, Op. 27 N° 2 “Claro de Luna”, de L.V. Beethoven, obra
original para época, principalmente por la libertad del tratamiento formal respecto los aún
vigentes clásicos cánones mozartianos y haydnianos. De calibrada claridad, no obstante la
incomodidad del metálico sonido, Giltburg logró “amigarse” con las limitaciones de marras,
obteniendo nitidez de voces y coherencia interna.
Seguidamente, y con mayor vuelo expresivo, una formidable versión de la exigente Sonata
en si menor de Franz Liszt, obra cumbre del pianismo. De dialéctico carácter (como
imagen del Fausto goetheniano, con las figuras de Fausto, Gretchen y Mefistófeles),
musicalmente plasma una irrefrenable evolución cíclica con admirables transiciones y
desarrollos. Giltburg, del todo empoderado, comprendió a fondo todos estos elementos,
pintando, con notable claridad conceptual, cada cuadro, no obstante, a ratos, con excesivo
arrebato en los pasajes de mayor bravura expresiva. Logros irrefutables en la
administración del rubato, dinámicas, fraseos y contrastes, más inteligentes matices y gran
calidad de sonido global.
La segunda parte consultó un monográfico Sergej Rachmaninoff, no convenciendo del
todo su inclusión post la catedrálica sonata lisztiana, esta última más lógica para finalizar
un programa. Como contrapartida, debe destacarse la completa afinidad y dominio de
Giltburg con la música rachmaninoffiana, ante un gran nivel de entrega.
Comenzando con una secuencia de Preludios bien seleccionados e inteligentemente
agrupados, dio cuenta de cabal organicidad. Piezas de particulares individualidades,
conforman un collage discursivo de atrapante contenido, discurriendo por distintos estados
anímicos, asimismo por variopintas temáticas. A sus anchas, el formidable pianista ofreció
versiones de antología. Gran manejo del color y transparencias, amén de una certera
administración de las transiciones más empática claridad expositiva global.
En el caso de la famosa Sonata N° 2 -obra extraña y quizás no necesariamente de
consumada belleza, aunque bien construida-, en palabras del mismo Rachmaninoff al
decir: “…miro algunas de mis obras anteriores y veo cuánto hay de superfluo. Incluso en
esta Sonata hay tantas voces que se mueven simultáneamente, y es tan larga. La Sonata
de Chopin dura diecinueve minutos y todo está dicho…”, en parte, no obstante ciertas
dispersiones y algunas ideas vagas, no existen “superficialidades”. Deslumbrante versión
del pianista visitante, con soberbio dominio del “pathos interno”, en sí complejo. Si bien el
abordaje de esta obra requiere completo virtuosismo -aquí derrochado a borbotones-, a la
postre, se impuso una profundidad interpretativa que ayudó a una mejor comprensión de la
pieza, mérito propio de un gran artista como Boris Giltburg…
En suma, una presentación de altísimo nivel que deja un importante referente para una
mayor llegada de artistas de clase mundial…
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