COLUMNA DE OPINIÓN
PARA MEDITAR Y REFLEXIONAR
Martha CORA ELISEHT
Cuando una era chica, las
transmisiones televisivas solían terminar con un programa religioso. Canal 13
fue pionero en el tema con “UN MOMENTO DE MEDITACIÓN” y posteriormente, varias
emisoras siguieron su ejemplo.
En estos tiempos de pandemia por
coronavirus, donde todas las actividades sociales, culturales y eventos donde
hay conglomeración de gente están suspendidos, uno debe quedarse en casa para
evitar el contagio y salir a abastecerse en los comercios cercanos al
domicilio. Y en caso de tener que ir a trabajar por estar considerado como
trabajador esencial, portar los permisos correspondientes –ya sean
suministrados por la entidad empleadora o en caso de tener que trasladarse
mediante transporte público, por el Gobierno de la Ciudad-. Sin embargo, la sociedad
está tan acostumbrada a tomarse un fin de semana largo, mantenerse
constantemente activa y fuera de su domicilio, que le cuesta mucho quedarse
encerrada en tiempos de cuarentena.
El encierro y el aislamiento
acarrean tedio, aburrimiento y –en muchos casos- pueden ocasionar depresión
como consecuencia de estar en soledad. Sin embargo, esta última puede ser muy
enriquecedora, porque permite pensar, reflexionar y encontrarse con uno mismo.
El problema es que, precisamente,
como consecuencia de la vorágine en que se ha convertido la vida
cotidiana, los seres humanos han perdido
esa capacidad de reflexión. No hay tiempo para eso, porque el estilo de vida
capitalista no lo permite. Hay que trabajar para vivir, producir y pagar las
cuentas, pensar qué hace falta, qué cuenta ha quedado pendiente y dormir
pensando en la intensa jornada laboral que a uno le espera al día siguiente.
Parece mentira que un pequeño
microbio haya sido capaz de poner al mundo en aislamiento y haya modificado
esencialmente el modelo y el estilo de vida al que uno está acostumbrado. Al
respecto, vale la pena releer un párrafo de una de las más importantes novelas
escritas durante el siglo pasado:
…”A
partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta
entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos
acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado
sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto
debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que
estaban atrapados en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que,
por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un
ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a
aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo
exilio.
Una
de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto,
la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados
para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días
antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más
que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas
más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la
partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin
recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había
efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente,
era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que
esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a
nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales.
Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura
fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los
funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo
tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios
muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una
situación sin compromisos posibles y que las palabras “transigir”, “favor”,
“excepción” ya no tenían sentido”.
Albert CAMUS, “La peste”, 1947
La novela de Camus sorprende no sólo por vaticinar una
actualidad candente, sino porque además, pone de manifiesto las relaciones entre
seres humanos y las modificaciones del estilo de vida cotidiano ante la
aparición de una enfermedad incurable, que se disemina rápidamente y que la
única manera posible de evitar el contagio es el aislamiento. Así de simple.
Pero además, pone de manifiesto la fragilidad de la vida, ya que el aislamiento
embota la mente y obnubila la capacidad de razonar. Y sin embargo, también
invita a la reflexión en medio del recogimiento que obliga a estar solo durante
una cuarentena. Es el propio ser humano el que debe dar sentido a su vida
mediante la meditación y la reflexión en un momento de preciosa soledad. Si se
logra, puede ser algo muy enriquecedor, porque volverá a adquirir su
característica esencial: el raciocinio, que lo diferencia del resto de las
especies animales. Ojalá que así sea y que la humanidad haya aprendido algo a
partir de esta pandemia: entre otras cosas, que no se puede vivir en un mundo
globalizado, ya que la está aniquilando lentamente.
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