Ecos del Concierto de cierre de Horacio Lavandera en
el Teatro Coliseo
CON SELLO PROPIO Y
ESTILO PERSONAL
Martha CORA ELISEHT
Hace ya un tiempo que además de
actuar como solista, Horacio Lavandera participa en conciertos donde ejerce el
doble rol de pianista y director de orquesta. Así como su colega Andras Schiff se presenta
regularmente como solista y director del Ensamble Andrea Barcia, Lavandera ha
decidido incursionar en este rubro desde hace ya un par de años atrás, donde una
pudo apreciarlo al dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional en el Centro Cultural
Kirchner (CCK), con gran suceso de público y crítica. Por lo tanto, este año decidió repetir esa
maravillosa experiencia ofreciendo dos
conciertos los días 23 y 24 del corriente en el Teatro Coliseo, dirigiendo a la
Orquesta Clásica Argentina en un programa que incluyó los dos Conciertos para piano y orquesta de Frederik
Chopin (1810-1849) y sus homónimos n° 3 en
Do menor, Op. 37 y n° 5 en Mi bemol mayor, Op.73 (“El Emperador”) de Ludwig
van Beethoven (1770-1827).
En declaraciones radiales ofrecidas
hace aproximadamente dos meses a quien escribe, Horacio Lavandera manifestó que
se encuentra actualmente en una etapa de crecimiento profesional y que se
sentía muy cómodo al ejercer los dos roles. Por ende, decidió organizar estos
conciertos incluyendo las obras anteriormente mencionadas, que conoce a la
perfección merced a su prodigiosa memoria y a su temperamento, que le permite
incursionar en ambos géneros. Asimismo, mencionó que la elección del repertorio
no fue casual, ya que siempre soñó con dirigir estas obras además de tocarlas,
imprimiendo- les su sello personal. Para ello, convocó a músicos de las más
importantes agrupaciones sinfónicas del país –Orquesta Sinfónica Nacional,
Filarmónica de Buenos Aires y de Música Argentina “Juan de Dios Filiberto”,
entre otras-y creó la Orquesta Clásica Argentina.
Debido a compromisos profesionales,
quien escribe participó del concierto ofrecido el sábado 24 del corriente,
donde se interpretaron el Concierto n°5
para piano y orquesta en Mi bemol mayor, Op.73 (“El Emperador”) de
Beethoven y el n° 2 en Fa menor, Op.21 de
Chopin. Ambos poseen tres movimientos,
pertenecen al género romántico y forman parte de los tradicionales
programas de conciertos. Y si bien una los ha escuchado infinidad de veces por
grandes intérpretes, en esta nota sólo
se referirá a la presente versión.
El título de “Emperador” no pertenece a Beethoven, sino al editor inglés Johann
Cramer, quien lo publicó en Londres luego de su estreno por la Gewandhaus de Leipzig en 1811. Desde los
acordes del Allegro inicial, el
último de los conciertos escritos por el genio de Bonn sonó magistralmente,
respetando los tempi y los tres temas
del 1° movimiento. Lavandera sorprendió dirigiendo de memoria y dando
perfectamente las entradas a cada uno de los grupos de instrumentos al mismo
tiempo que interpretaba sus solos, que fueron
ejecutados con su habitual maestría y su técnica impecable. Esto se notó aún más en el tercer tema
–introducido por el piano hacia el final del movimiento-, caracterizado por su
virtuosismo y por ser vibrante (cualidades que Lavandera cumplió eficazmente).
Como no podía ser de otra manera, el lirismo típico del 2° movimiento (Adagio un poco mosso) fue sublime, al
igual que la coda que anuncia –de manera
attaca- al Rondó- Allegro ma non tanto final. Mientras que la parte solista
estuvo maravillosamente ejecutada desde el principio hasta el final, no
obstante, hubo un ligero desacople entre solista y orquesta previo a la
capitulación final. Probablemente, pudo haberse apurado un tanto en la
marcación del tiempo correspondiente, pero en líneas generales, la orquesta
supo acompañar perfectamente al solista y todos los instrumentistas
desarrollaron una muy buna labor. Si Lavandera no podía dar una entrada, el concertino Gustavo Mulé sí lo hizo en
tiempo y en forma, constituyendo una dupla perfecta. De todos modos, no fue
motivo para desmerecer todo lo actuado hasta ese momento, sino todo lo
contrario, ya que el público estalló en aplausos hacia el final, en un teatro
prácticamente colmado de gente.
El célebre Concierto n° 2 en Fa menor, Op. 21 data de 1829 y fue estrenado por
el mismo Chopin en Varsovia al año siguiente. En realidad, fue compuesto antes
que su homónimo en Mi menor y también consta de tres movimientos. El primero de
ellos (Maestoso) está escrito en
forma sonata y posee una amplia introducción orquestal, donde se exponen los
dos temas principales: el primero, más lírico –desarrollado por la orquesta- y
el segundo, de carácter íntimo –desarrollado por el solista-. Luego de un fortissimo, el piano toma el comando y
ya será el protagonista hasta el final. Para un pianista de los quilates de
Horacio Lavandera, fue como un guante que le calzó perfectamente bien, ya que
pudo hacer gala de su técnica y su brillante interpretación. Se lo apreció más
aplomado y seguro como director en este concierto que en el de Beethoven,
logrando un espléndido equilibrio sonoro entre piano y orquesta y respetando
perfectamente los tempi. El
maravilloso tema romántico del 2° movimiento (Larghetto) encontró en Lavandera a un intérprete ideal, ya que
supo conjugar los momentos de mayor dramatismo con el cantábile y la connotación erótica de la melodía (hay que recordar
que Chopin se lo dedicó a su amada, Konstanza Gladkowska, antes de abandonar su
Polonia natal). El tercer movimiento (Allegro
vivace) está escrito en forma de rondó
y también tiene dos melodías principales, de las cuales, la última es una mazurka, que fue interpretada según la
mejor tradición romántica polaca, donde el piano juega con la orquesta para
cerrar con un brillante moto perpetuo final,
que la misma supo ejecutar magníficamente bien. Una versión memorable desde
todo punto de vista, que encontró su
correlato en los numerosos vítores y el aplauso unánime del público al final
del concierto.
Naturalmente, no faltaron los bises y ante el aplauso sostenido por parte del público. Horacio
Lavandera decidió brindar uno junto a la orquesta, y el otro, como solista: el
último movimiento del Concierto para
piano n° 3 en Do menor, Op.37 de Beethoven (Rondó- Allegro), donde tanto el solista como la orquesta se
lucieron en una versión excelsa, caracterizada por respetar perfectamente los tempi y por la soberbia interpretación de la cadencia por parte del solista, que
cerró el recital con una monumental variación para piano de Libertango, de Astor Piazzolla. Tanto Lavandera
como los músicos se retiraron ovacionados y se lo vio profundamente conmovido y
feliz por el suceso alcanzado. Ha
crecido como director orquestal y ha demostrado con creces que puede ejercer
ambas funciones a la vez. Y, al igual que varios de sus colegas –Leopold Hager,
Andras Schiff y Daniel Barenboim, entre tantos otros- ha decidido incursionar
en este nuevo rol. ¿Quién dice que en el día de mañana no se transforme en un
gran director de orquesta sinfónica?... Sólo es cuestión de tiempo.
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